Siempre me ha maravillado ir a ciegas en cuestión literaria. Es la esencia, a mi parecer, del lector que disfruta. Conocer la noticia de una nueva publicación, que te llame la atención el nombre del autor, que sientas curiosidad por el título. Relatos, no es tu género, pero pesa más aquello que mató al gato. Y ¡zas!, «en toda la boca», como diría un buen conocido. Solo queda hacer caso a Daniel Morales y releer, sí, releer Huéspedes de la nación y otros relatos.
Ahora es cuando te quedas en blanco. No sabes si hablar de cada uno de los relatos, si hacerlo de la compilación, de tener una visión general o darle un puñetazo a la pantalla del ordenador y enviarlo con Noble y Bonaparte. Tanto y tan breve —o tan extenso— que uno no sabe qué dirección seguir. Y es que Frank O’Connor escribe para que nos quedemos noqueados, ¡qué difícil es hacerlo con la simplicidad del lenguaje y la ligereza narrativa!
Porque si algo tiene Huéspedes de la nación y otros relatos es sencillez, frescura, sentimiento y fondo. La guerra —o la antiguerra—, la religión y una «especie de costumbrismo» irlandés afloran conforme vas trasladándote a esas tierras pobres, a esos bosques en los que la vida trascurre entre confesiones, whisky y bucólica melancolía. La literatura irlandesa me llega dentro, no sé por qué, pero siempre ha sido así. El Chéjov irlandés, más o menos. Yeats, Barnes o Ford coinciden. Será por algo.
El todo
Creo acertado el introducir esta edición de los relatos de O’Connor con «Huéspedes de la nación». Produce una mezcolanza de sentimientos mientras piensas qué puede tener de interesante una literatura tan llana, de conversación cotidiana, por llamarla de alguna manera. Hasta que te encuentras con algo así:
—¿Por qué tienes que tomártelo así? —dijo ceñudo—. Tú y tu Adán y Eva. Soy un comunista, eso es lo que soy. Comunista o anarquista, vienen a ser la misma cosa. —Y fue de un lado a otro mascullando hasta que explotó—. ¡Adán y Eva! ¡Adán y Eva! ¡No tenían nada mejor que hacer con su tiempo que recoger manzanas!
Llegó. Ahí es cuando empiezas a abrir los ojos. Empiezas a ver las palabras de otra forma, empiezas a entender a O’Connor y te conviertes en un huésped más. Pero continúas, aún un poco escéptico, y muestras tu otra mejilla.
—¡Cierra la boca, Donovan! Tú no me entiendes, pero estos dos sí. No son la clase de persona que se la juega a un amigo y lo mata. No son los peones de ningún capitalista.
Ya eres suyo. Entre fragmento y fragmento te vas dando cuenta de que Huéspedes de la nación y otros relatos no es más que una magnífica recopilación de historias que te hacen dar bandazos de un lado a otro con un simple movimiento: sencillez de narración.
Los elementos
La guerra, la amistad, la religión, la inocencia de la infancia, el amor hacia una madre… Cada uno de los relatos que componen esta recopilación tienen un protagonista esencial. El mismo tono, es verdad; la misma intensidad, cierto. Recordemos la primera frase del tercer párrafo de este artículo: fondo. Todos y cada uno de estos relatos muestra un fondo exquisito con el que citarse en una de esas tabernas y tomarse un buen trago.
Sigo en blanco. No sé por dónde continuar. Quizá hablar de esos soldados en bando opuesto para los que el ser humano es todo y sobre todo —«Huéspedes de la nación», en mi opinión, es una elegante y triste demostración de la maestría de Frank O’Connor a la hora de escribir—. O de ese sargento que va en busca de un amigo a su casa, como si de una visita amistosa se tratara, y al que la ley obliga, pero más como sugerencia que como norma —«La majestad de la ley», uno de los más cautivadores—. O de…
¡Ya lo tengo! Una familia totalmente desestructurada, en la que las hermanas intentan ser más que nadie, a cuál más absurda, los padres han tirado la toalla, y la rebelión se muestra con nombre de Rita y sus actos en contra de una sociedad anclada se convierten en armas para la infelicidad —«Las locas Lomasney» no tiene desperdicio—. El fragmento es largo, pero creo que merece la pena.
—En fin —siguió diciendo ella mientras le daba una calada a un cigarro—, le dijo a su madre que quería cortar con la Iglesia y casarse conmigo. Se armó una buena. Los dueños de la tienda al otro lado de la calle tenían un hijo cura y ella no quería ser menos, así que fue en busca de la madre superiora, y la madre superiora vino a buscarme a mí. ¿Acaso me proponía a destruir la vocación de un pobre muchacho y de paso destruirlo a él? Yo respondí que era su madre la que quería destruirlo, y le pregunté qué clase de cura creía que sería Tony. Oh, dijo ella, un sacrifico como aquel haría de él un hombre distinto. Te lo juro, Ned, al oírla parlotear habrías pensado que de lo que hablaba era de castrar a un viejo gato lascivo. Este maldito país debe estar lleno de veterinarias.
Mi complejo de Edipo
Es justo el final deseado. El relato que lleva este mismo título puede ser perfecto para definir la situación en la que se encuentra un lector cuando termina de leer Huéspedes de la nación y otros relatos. Cuentan que puede ser reflejo de la propia infancia de O’Connor y que la figura de Larry Sullivan tenga mucho que ver con él. La figura de un padre que no hace su papel, la desestructuración de los inicios de su vida… pero sentimos que necesitamos de ese calor de una cama de matrimonio en la que nos sentimos protegidos, sin frío.
La literatura de O’Connor nos hace sentir así. Ahora mismo, quitármela supondría un estado de celos como los del pequeño Larry sintió al ver que su padre, recién llegado de la guerra —y tras súplicas del propio Larry a Dios para que sucediera—, le quita la atención de su madre, su propia diosa. Que no me quiten a O’Connor; quizá la vida sea más que eso, pero con ella, seguro que el frío es menos frío.
Huéspedes de la nación y otros relatos, de Frank O’Connor. Publica La Navaja Suiza.