Termina el verano y se va notando cómo la brisa seca y fresca de los primeros días de otoño se levanta, primero silenciosa, más tarde con un débil silbido acompañado del ritmo de las hojas que empiezan a caer de los árboles. Pero, sobre todo, silencio. Un silencio que te hace fijar la mirada en una roca, en un lago, y en toda esa creación de la que sale De bestias y aves, como si emergiera a la superficie desde una vida que decae, lentamente.
No sería ella. No sería Pilar Adón si no mantuviéramos una calma casi poética disfrazada de angustia por saberse alguien. No sería ella si la naturaleza no se vistiera de introspección y de reflexión. Si no se leyera. Porque hay que leerla y sentirla. En sus palabras, en su narrativa. En la luz de la mañana que refleja las palabras escritas por su mano. Por su voz. Ser Coro y Gloria a la vez. Y Adel, y Lena. Tobías y cada uno de los elementos. Y al final, sería ella.
Betania
No es casualidad que nuestra protagonista llegara, perdida y desesperada, a Betania. En la novela se presenta como una gran casa, con terrenos, cuestas impensables, bosque y lago. Habitan allí mujeres, solo mujeres —y la encantadora y curiosa Adel—, hermanadas y tranquilas. No hay lugar para las prisas. No hay lugar para la desesperación, tampoco. Betania, «la casa de dátiles» o «la casa acogedora».
Nuestra querida Coro quiere huir de su vida para encontrarse, para vivirse ella misma. Lo difícil es saber hacerlo, o saber cómo hacerlo. Nunca pensó que el camino pudiera terminar frente a una verja, una mujer y un desasosiego personal. Qué maravilla leer la dulzura de Adón al escribir mientras la ansiedad envuelve toda una existencia. ¿Existencia? ¿Formamos parte de un conjunto o simplemente pasamos por la vida porque así debe ser?
El miedo a los cuadros, a lo que representaban sus propios cuadros, sólo podía ser consecuencia de un agotamiento que llevaba a la obsesión y a la manía. Pero ahora todo era diferente. Y sería incluso más diferente cuando se hundiera otra vez en el agua cubierta de gris. Ese velo que le envolvería el cuerpo de manera uniforme y que terminaría transformándose en verde. Ceniza y hierba.
En Betania puedes pasear, comer, pescar, pintar —Coro es una gran pintora, es cierto—, bañarte en el lago y dejar de lado esa existencia, rodeada de bestias y aves. Reflejarte en un azul brillante donde el silencio duele, donde la mano de una hermana perdida te roza la cabeza. Donde por fin te puedes reunir con ella. Con tu vida. Entender ese conjunto. Betania te acoge, te oprime. Te habla. Leer De bestias y aves te transporta a una intimísima percepción de aquello que preside el miedo; la calma, eso es. Así queda uno mismo cuando cierra la historia. Se sumerge, vuelve al fondo, al silencio.
De bestias y aves
Ese silencio abruma. Yo mismo, cuando cerré el libro, me encontré mirando fijamente esa roca. Me noté húmedo, y me di cuenta de que estaba estirado, flotando en un lago. Pensaba en Coro. ¿Sería yo mismo como ella? Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, sigo viéndome allí. La cuestión no solo es si nos hundimos para volver a salir a la superficie. Si necesitamos de ese oxígeno o debemos crearlo nosotros mismos. Es difícil encontrar Betania. Más si tienes que luchar en una batalla entre querer salir o permanecer.
Complicado escribir sobre De bestias y aves. Hay un párrafo que me dejó helado —quizá no es la palabra, pero de eso se trata—. Posiblemente, el silencio se hizo más doloroso:
Le empezaba a faltar el aire y pronto tendría que decidir si resurgía de la zambullida o si se mantenía en la inmersión que pretendía constituir una huida pero que, en realidad, si triunfaba, implicaría quedarse para siempre en el lugar en el que se estaba ahogando.
Muchas veces nadamos buscando esa falta de aire, sin pretenderlo. En Betania, una conversación iniciada con una pregunta puede resultar esencial para conseguir un poco de ese oxígeno tan valorado. «Fabricar oxígeno», mi querida Pilar Adón. Un diálogo a la deriva, desquiciante cuanto menos, en busca de una salida no deseada, ciertamente. O ciegamente perseguida.
Hechos y supervivencia
Leer De bestias y aves es un reto a uno mismo, un examen de conciencia. Perderse en el confín de lo desconocido para terminar conociendo y encontrando. Quizá la magnitud de esta novela radique en dos cuestiones —propio punto de vista, no nos equivoquemos— básicamente.
La primera, y de ella hemos estado hablando en este artículo, es la concepción que uno mismo tiene de su vida. La calificaba antes de intimísima percepción. Es cierto. Saberse en el lugar correcto, en el momento preciso. Y si trasladamos esa reflexión que Pilar Adón nos plantea a nuestra vida real, más allá de las palabras, descubrimos que es una tarea árdua, inquietante. Crea tal desasosiego que, como nuestra querida Coro, nos incita a la huida sin juicio.
Había quien contemplaba la vida como una línea, una cadena de acontecimientos que se sucedían de manera natural, armoniosa o no, pero espontánea, sin la obligación de tirar de ellos como un buey tira de un carro. Quien no concebía su existencia como la de una bestia uncida a un yugo. Pero su visión era justo la opuesta. Ella asumía su vida como el resultado de una suma de segmentos separados. Más cortos, más prolongados. Segmentos que no se unían, que tenían su propia identidad y sus propias fracturas. Una supervivencia a golpes, arrítmica, que debía arrastrar tras de sí quisiera o no.
La segunda, y más personal, es la forma. Leer la literatura de Pilar te traslada a una escena de paz mezclada con melancolía, pensamiento y reflexión. Hace pensar, hace imaginar. Pero siempre muestra un trasfondo más allá de lo meramente físico, social, íntima. Quizá Coro refleje realmente qué implica leer a Pilar Adón.