Vamos a dar golpes pasados por cerveza y hastío de investigación. Sería propicio, ya que dejamos el boxeo y peleamos con recelo de miradas y bares dudosos. Todo Bajo la dura luz. Sí, nos vamos a Luisiana. No sé vosotros, pero yo tengo una imagen un poco pantanosa, de vegetación asfixiante, humedad densa y tipos curtidos en lo jodido de la vida. Quizá esa es la fotografía que se te queda una vez terminas, igual Daniel Woodrell lo quería así.
Y es que aquí hay para todos. Como me gusta a mí, una noir de esas que te recuerdan que la vida es una putada y que es más tonto el que trinca que el que se deja trincar. En su narrativa vemos reflejado ese aire de triste delincuencia, creo que va acorde con el ambiente pesado, y eso maravilla a cualquiera: lees y piensas que formas parte, que estás en el bar del hermano de Shade bebiendo una cerveza, sudando como un cerdo, y esperas que en cualquier momento un macarra de tres al cuarto, con sus aires de grandeza, aparezca por la puerta de la cocina acariciando una pipa vieja.
En conjunto, era el tipo de sitio en el que un hombre con un poco de dinero nunca aceptaría entrar, donde un hombre con algo de dinero no se quedaría mucho tiempo y donde a un hombre sin nada de dinero no le quedaría más remedio que vivir. Durante un tiempo, al menos.
Esta cita la encontramos nada más comenzar la historia, donde vive Jewel Cobb, un macarrilla de medio pelo. Pero, qué queréis que os diga. Seguid la historia y es como si no salierais de ese lugar.
Corruptela de la buena
Imaginaos que el que va para alcalde es asesinado. Dos barrios —digamos que raciales, vamos a ir a por todas— bastante diferenciados y que se disputan el mando: Frogtown, de aires franceses, y Pan Fry, afro a más no poder. Huele, ¿verdad? Ahora, por suponer, los altos cargos de la Policía y el ayuntamiento no quieren escándalos y quieren que, ahí es nada, se trate como un robo con daños colaterales. Ya apesta. Pues sí, y es una jodida maravilla, Daniel Woodrell.
—¿Qué pasa, Shade? ¿No te gustan los políticos?
—Claro que sí. Si alguna vez tengo un chucho que se caga en la cocina y no corre a buscar el palo que le lanzo, lo llamaré Político
El compañero de nuestro exboxeador, el gran How Lanchette, es la fiel imagen del poli sucio —no solo de higiene, da la sensación—, dispuesto a cualquier cosa con tal de que no le toquen mucho los pinreles. Si unimos un gobierno con tufos de dudosa moralidad y policía que acompaña, solo podemos esperar un ambiente acorde. Es así como nos muestra Woodrell Saint Bruno, una ficticia residencia de Luisiana con todas las papeletas para un noir de los buenos.
Bajo la dura luz en esencia
Vamos a bajar un poco el tono, que me vengo arriba después de una locura de novela como esta. Muchas veces, cuando escribo sobre los libros que caen en mis manos, resulta complicado mostrar algo más que una simple sinopsis y una opinión. Siempre, cuando cierro una novela, me quedo pensando en qué parte de la novela estaría yo presente, sigo conversando con los personajes, incluso con el autor. Pero algunas veces, y te maldigo por eso, Woodrell, me quedo bajo la dura luz de mi lamparita de noche intentando elucubrar qué es lo que acaba de pasarme.
Llegas a Saint Bruno y ya te sientes macarra. Te ves por esas calles, cruzándote con conocidos de vista sin pararte ni un segundo, no gusta un pelo. Pero, además de macarra, intuyes que la vida va a ser complicada, porque si no te la complicas tú, van a acabar complicándotela. Y sigues. Sigues con la vida. Para que tengáis una idea:
—Vale, vale —dijo Crawford mientras se tocaba distraídamente con el dedo una pelusa de la bata—. Lo único que me preocupa es evitar un montón de especulaciones descabelladas sobre quién podría haber tenido motivos para participar en el asesinato de Alvin. El tipo de conjeturas de «me meto la mano en el culo y publico lo que me salga» puede dividir en dos a una ciudad. Puede generar una acumulación de nubarrones sobre las cabezas de muchos inocentes, no sé si me entienden. Eso sería malicioso e innecesario.
«Nubarrones sobre las cabezas de muchos inocentes». Publicar lo que salga del orto del periodista. Es ficción, lo sé, pero que un político suelte las lindezas que nos muestra Woodrell, a coro con todos los lametraseros de detrás, con individuos que caminan al aire de Chicago en sus años mozos…
En fin… grande es poco
Bajo la dura luz es grande. Es una novela monstruosa —ojo, para gustos, los colores— que tiñe de suciedad la mente de quien le saluda. Aunque, yo más bien le soltaría un »ahí te pudras» si me la encontrara de frente; nada, por seguir el estilo y tener un poco de empatía. El género necesita más Woodrells, más Shades y más macarrillas tontos como Cobb.
Una novela cruda pero muy simpática. Una narrativa rápida, inteligente. Los personajes son para darles de comer a parte, porque como los juntes en un salón acaban vendiendo la comida una vez se la han tragado; ah, y cobrando en negro bajo la mesa. Y siempre está el listillo que piensa que va a joder al resto y sale trasquilao.
Asesinato, robo, corrupción, conspiración, rivalidad racial, ironía, sarcasmo y una cruda realidad que da miedo. Todo eso, mezclado en el bar de Tip, sale un plato combinado que ni Woodrell es capaz de comérselo. Bueno, Daniel Woodrell sí, él es un genio, y ya se lo ha comido. Se lo ha zampado Bajo la dura luz.
Bajo la dura luz, de Daniel Woodrell. Publica Sajalín Editores